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Nuestros vecinos de al lado de aquella época tenían una vida conyugal placentera, pero algo rara. Solían pelearse todos los sábados a la hora de comer. Aquello se había convertido en una especie de ritual, en una parte del espectáculo de cada fin de semana. Recuerdo que cuando un sábado no se produjo el escándalo, nos quedamos sinceramente preocupados. Mi madre le dijo muy serio a mi padre que se pasara por su casa para asegurarse de que no les hubiera ocurrido nada grave. Mi padre respondió que no podía ir y preguntarles: ¿por qué no os estáis peleando? Sobre todo cuando nadie les había preguntado nunca por qué se peleaban. Al final terminó yendo, por supuesto. Mi madre siempre se salía con la suya. Nadie le abrió la puerta. Resultó que estaban fuera de la ciudad.
En realidad, todas aquellas peleas terminaban igual. El hombre cogía su maleta, una maravillosa maleta rígida de color marrón, gritaba que esa vez se iba de verdad para siempre, llegaba al portal, dejaba la maleta en el suelo, se sentaba encima y encendía un cigarrillo. La mujer se ponía a cocinar y al cabo de una hora brotaba un aroma embriagador a guiso de sábado, a pollo con patatas, a estofado de cerdo con setas y arroz, o a cordero con cebollas tiernas, según la temporada. Era un olor tan agradable y hogareño que el hombre levantaba lentamente la maleta y simplemente cruzaba de vuelta el umbral de su casa, regresando del borde de su enésima escapada sabatina. Apaciguado y hambriento.