Más adelante, cuando todo se torciera y el mundo se derrumbara, Robin recordaría aquel día, aquel mismo momento en aquella misma mesa, y se preguntaría por qué habían estado dispuestos a confiar los unos en los otros tan rápido y tan despreocupadamente. ¿Por qué no se habían parado a considerar la infinidad de formas en las que podrían hacerse daño entre ellos? ¿Por qué no se habían detenido a cuestionar sus diferencias de nacimiento, de crianza, que hacía que no formaran, ni pudieran formar nunca, parte del mismo bando?
Pero la respuesta era obvia. Los cuatro se estaban ahogando en lo desconocido y se veían unos a otros como botes salvavidas. Aferrarse entre ellos era el único modo de mantenerse a flote.