Paradiso

El de atrás, como un eco, apagándose, como si hu­biese estado durmiendo y así lanzase la obligación de su aviso. Los faroles, al irse acercando, parecía que alejaban la lluvia, tan fuerte en esos momentos que parecía que la má­quina no podía avanzar.

El del frente de la casa, con voz tan decisiva que atravesó toda la casa como un cuchillo.

se encordó en un sueño gordo como un mazapán

Después de tan copiosa orinada —los ángeles habían apre­tado la esponja de su riñón hasta dejarlo exhausto—

Al ver el agua de orine, sintió nuevos terrores, pues pensó que el niño se iba a disolver en el agua, o que esa agua se lo llevaría afuera, para encon­trarse con el gran aguacero de octubre.

Ahora se me quedarán esas cruces pintadas por el cuer­po y nadie me querrá besar para no encontrarse con los besos de Truni.

—

—Otro zapote, Enriqueta —volvió a decir, como si sus apetencias fueran cíclicas y siguieran las leyes de su péndu­lo gástrico.

Las ronchas habían abandonado aquel cuerpo como Erinnias, como her­manas negras mal peinadas, que han ido a ocultarse en sus lejanas grutas.

hirviendo sobre aquella ruindad de ronchas, ya amoratadas.

El niño se dobló sobre la cama, una gruesa gota de esperma se solidificaba sobre su pecho, como si colocase un hielo