necesitaba desesperadamente que el mundo pusiera algo de su parte. Me estaba esforzando mucho por encontrar en él algo maravilloso que se me hubiese escapado hasta entonces, algo que justificara la sobriedad. Me volví hacia la belleza y, en el Art Institute de Chicago, busqué ese algo en los vitrales de Chagall, en esos cuerpos de trazo grueso que se inclinan hacia arriba como si fueran a alzar el vuelo, y también en las esculturas de Giacometti, tan delgadas que temías pestañear por temor a que se desvanecieran. Me aferraba a todo sin que nada llegara a importarme realmente. Lo único que me importaba era beber, así como el hecho de no poder hacerlo. «Fijaos en esas escamas de luz –escribí a propósito de algún cuadro– cayendo de unos soles del color equivocado.»