A veces, me preguntan qué pienso de ese exilio, pero rechazo esta palabra. No soy una exiliada. Nadie me obligó, no me vi empujada por las circunstancias. He encontrado en París lo que vine a buscar: la libertad de vivir como yo quería, sentarme durante horas en la terraza de un café y tomarme una copa de vino, leer y fumar. Soy una inmigrada. Una meteca, en el sentido etimológico del término, puesto que he cambiado de residencia, abandoné mi ciudad por otra. Cuando regreso a Rabat, no puedo más que constatar sus transformaciones. Algunos de los lugares a los que iba de pequeña han desaparecido, se han convertido en otra cosa. En los solares ahora han crecido edificios y mansiones de lujo. A orillas del río Buregreg, las ciénagas que atraían mosquitos y pájaros han sido acondicionadas, y el dueño de la tienda de helados vendió su local a una marca de telefonía. El restaurante italiano donde solía cenar con mis padres sigue ahí, en una calle sombría del centro. El menú no ha cambiado y el camarero, ya mayor, no oye bien.