–Y ahora hay un mensaje de un caballero muy pulcro y distinguido, que cruzó hace diez, doce años. Sí, aquí lo tengo, fue en 1918, me dice. –El año en que murió padre, piensa George–. Tenía unos setenta y cinco años. –Extraño, padre tenía esa edad. Una pausa algo larga y–: Era un hombre muy espiritual.
En este momento, George nota que la piel empieza a picarle a lo largo de los brazos y hasta la altura del cuello. No, no, seguro que no. Siente el cuerpo paralizado en el asiento; los hombros, rígidos como un cerrojo; clava la mirada en el escenario, a la espera del siguiente movimiento de la médium.
Ella alza la cabeza y se pone a mirar hacia las zonas más elevadas de la sala, entre los palcos superiores y el gallinero.
–Dice que pasó sus primeros años en la India.
George es presa de un absoluto terror. Nadie más que Maud sabía que asistiría a este acto. Quizá sea una conjetura alocada –o, mejor dicho, una muy certera– de alguien que ha calculado que diversas personas relacionadas con Sir Arthur vendrían al Albert Hall. Pero no, porque muchos de los más famosos y respetables, como Sir Oliver Lodge, se han limitado a enviar telegramas. ¿Le habrá reconocido alguien a su llegada? No es imposible, pero ¿cómo habrían adivinado el año exacto de la muerte de su padre?