Era inútil llorar, implorar, suplicar de rodillas, amenazar, enfurecerse; con ello nada lograría. El vacío infinito permanecería mudo, impasible, pues no devuelve nunca nada de lo que devora. Nunca, ni lágrimas ni súplicas, han podido tornar a la vida lo que ha muerto. No hay perdón, no hay remedio; tal es la ley cruel de la vida. Sí, aquello había muerto. El mismo había sido su asesino.