Aquel mundo de silencios ilimitados no tenía nada de hospitalario; recibía al visitante sin prestarle la menor ayuda o, más bien, en realidad no lo recibía siquiera. Toleraba que penetrase en sus fortalezas de un modo que no presagiaba nada bueno: le hacía consciente de la amenaza de lo elemental, una amenaza que ni siquiera era hostil, aunque tenía un carácter impersonal y devastador.
THOMAS MANN, La montaña