La Vida Misma

Pues si es así, ya la cagaron, porque en ésa, vive el mero culero —dijo El Ciego sonriendo.

—¿Cuál de todos?

—Melchor Barrio, el cacique del PRI

La frase, «la soledad es el corazón de la vida», le recuerda algo alguna vez leído, pero no en inglés, en traducción: ¿Tom Wolfe? ¿Dylan Thomas? Alguien así

Si me equivoco, si me voy corto, si no me entienden o no me entiendo, me detienen, lo discutimos y vamos de nuevo, tantas veces como haga falta

Y a quién le digo yo todas esas cosas? Porque el espejo ya me advirtió que no pasa otro pinche monólogo para mamones depresivos.

A ti, claro.

Te quiere: JD

Ahora, era un vecino más de Santa Ana. Sus muertos eran sus muertos

Roger Simón (The straight man) que está en el librero del pasillo, los lentes oscuros que tenía guardados en el costurero, un pantalón de pana negro, viejo, el que tiene parches en las rodillas, dos cajas de melox (tú, eres estreñida, nunca lo usas), la correspondencia con los hermanos Strugatski, que está en un folder con la S en el archivero, mi libreta de direcciones vieja, la foto del abuelo en Argel (no le quites el marco, tal cual), el ajedrez mediano, una novela de capa y espada de Shellabarger que debe estar abajo de la cama, el tomo dos de Los miserables de Víctor Hugo (lo encuentras fácil, tiene lomo rojo, encuadernado), una caja de papel francés que está abajo del escritorio y el libro de poemas de Benedetti, dedicado.

Si te sobra tiempo, mándame la última foto que nos tomamos juntos.

Todo esto si te vas a divorciar. Si no lo vas a hacer, mándamelo de todas maneras, que te lo agradeceré más.

JD, que aún te quiere.

Rodolfo Walsh, que tenía encima de la mesa agarrados con una liga, el borrador de la novela que está en el folder verde

—¿Y antes de ser escritor?

—No hubo antes. Desde que tengo nueve años lo sé.

—Pero el primer libro es del 64. Tenía 29 años entonces.

—Tardé en que quedara claro qué cosas quería escribir. Para un tercermundista que quiere comerse la novela con la novela, que piensa que la fama y la gloria dependen de su capacidad de encantar a la metrópoli, o sea, de engañarla, de meterle miedo a su propia pluma, de oscurecer el texto para que parezca absolutamente trascendente, es muy difícil llegar a la conclusión de que lo que siempre he querido escribir es una buena novela de aventuras. Una especie de realismo-socialista-aventurero, que ni es realismo, que es medio socialista y que es totalmente aventurero. Me costó. Mientras quedaba claro, trabajé de gerente en un supermercado, de editor, de profesor de literatura inglesa, de asistente de dirección teatral, de vendedor comisionista de una ronera.

Canales lo miró un instante con fijeza, luego volvió a la consola.

—Y ahora, para los que casi se estaban durmiendo, y dedicado a los gerentes de supermercado, que si presionan un poco a su conciencia terminarán siendo escritores de novela policiaca, Jinetes en el cielo.

—¿No está usted enloqueciendo al personal?

—Ya se acostumbraron —dijo Canales sonriente llevando el ritmo de la marcha que recordaba a western con sus larguiluchas piernas cruzadas.

Aquí, en XELL, Radio Santa Ana, la solitaria estrella roja del cuadrante, trasmitiendo para desvelados y estudiantes del tercero C de la secundaria que están preparado examen de literatura… Y para ellos, precisamente para ellos, un poco de música de Glenn Miller, y les recuerdo que no consuman carne de “La Favorita”. Está boicoteada por la Organización del Pueblo.

Golpeó el switch y enlazó con el segundo tornamesa que ya estaba corriendo.

—¿Cómo sabe lo de la secundaria?

—Son alumnos míos, tienen examen mañana —dijo Canales sonriente.

—¿Usted de qué pilas usa, Canales? A mí se me acaban con el calor.

Canales sin responder caminó hasta un refrigerador de hielo, de esos que ya sólo las loncherías miserables pueden permitirse, y sacó dos refrescos que escurrían agua helada.

—Nunca me imaginé transmitir con un novelista aquí, en vivo, media noche.

Jinetes en el cielo
—¿Y usted por qué es de izquierda?

—Porque en la otra vida fui de derecha y me cagó la conciencia.

—No, en serio.

—Deje ver —dijo José Daniel Fierro rascándose el bigote con el caño de la escopeta nueva, un tic que El Ciego deploraba por poco profesional—. Con lo que tiran a la basura en Queens en Nueva York en una noche, se podría amueblar un pueblo de Cuzco diez mil veces mejor de lo que está ahora. Con los desperdicios de un restaurante clase media de Caracas, comen 60 familias argelinas cinco días. Los solteros que pasean en la noche en Buenos Aires harían las delicias de las solteras que sueñan solitarias viendo las estrellas de Bangkok. Los libros que he comprado y no leído resolverían los problemas de una biblioteca para enseñanza media en Camagüey. Con el salario mensual de un tranviario del D.F. se vive un día en el César Palace de Las Vegas. Con los discursos de un gobernador priísta mexicano se pueden volver locos seis detectores de mentiras. Con la lumbre que hay en los poemas de Vallejo se cocinan todos los hot dogs que se consumen en un día en Monterrey. Con las palabras que he usado en 35 años para explicarlo, si las hiciéramos piedras, podríamos haber construido en Texcoco tres pirámides de Cheops… ¿Está claro?