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Carles Buenacasa Pérez

La Rusia de los zares

La constitución de una Rusia eslava y ortodoxa se fue configurando, de reinado en reinado, gracias a la labor de los monarcas de la primera dinastía rusa: la Casa de Rúrik, denominada así a partir de un antecesor, probablemente mítico, que se habría convertido en el año 862 en el príncipe de la ciudad de Nóvgorod, un importante emporio comercial de la Europa oriental. Los sucesores de este príncipe gobernarían en Rusia hasta tiempos del zar Teodoro I en 1598.
El término “zar” empezó a ser utilizado por los monarcas moscovitas en el siglo xv, aunque el primer monarca que lo utilizó en su ceremonia de coronación fue Iván IV el Terrible (1533–1584). Es por ello que la historiografía ha considerado, de manera convencional, que el Imperio ruso (o el “zarato”) nació con este monarca que centralizó en su figura todo el poder y que impuso su autoridad sobre un extenso territorio de composición multiétnica. Los zares de la dinastía sucesora, la Romanov, continuaron la expansión del Imperio, cuya corte y administración se modernizaron a imagen de las monarquías europeas contemporáneas, pero sin renunciar a las altas cotas de autocracia de los primeros zares.
162 printed pages
Copyright owner
Bookwire
Original publication
2020
Publication year
2020
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Quotes

  • Yair Caballerohas quoted4 years ago
    Grigori Rasputín nació en 1869, en Siberia, en el seno de una familia campesina muy numerosa. Pasó una temporada en un monasterio, donde llevó una vida de ermitaño y, gracias a su carisma personal, ganó fama como hombre santo y profeta. Quienes le conocieron en persona dejaron constancia de su «gran poder hipnótico».

    Desde su sólida posición como consejero de la zarina y médico de la corte, intervino en asuntos políticos, decidiendo la suerte de muchos altos cargos del gobierno a través de la influencia que Alejandra tenía sobre su marido, como por ejemplo de la deposición del primer ministro Vladímir Kokovtsov en 1914.

    A finales de diciembre de 1916, Rasputín fue asesinado por una conjura palatina en la que participaron dos miembros de la familia imperial. Primero intentaron envenenarle con cianuro, pero, al no surtir efecto, le dispararon varias veces y echaron su cuerpo al Nevá. En marzo de 1917, los revolucionarios violaron su tumba, quemaron el cuerpo y esparcieron sus cenizas.

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