La política en tiempos de indignación

Nunca vamos tan rápidos como cuando no sabemos adónde vamos. Por eso una de las tareas de toda crítica política es desenmascarar esa falsa movilidad, aquellas formas de pseudoactividad cuya aceleración y firmeza se deben precisamente a que no se tiene ni idea de lo que pasa.

Aprender tiene un significado normativo y crítico que diferencia al soberano antiguo del moderno y democrático. La obligación de aprender quiebra la idea de un soberano que lo sabe todo o que tiene un acceso privilegiado al saber. Soberano es el que sabe que no lo sabe todo y por eso está dispuesto a aprender.

Cuando falta un proyecto, buenos diagnósticos e ideas nuevas, las per­sonas tienden a ocupar el primer plano, afirmando su propio perfil in­cluso frente al de su partido, en ocasiones borroso o inexistente. Don­de no hay un proyecto que aglutine, la propia carrera se convierte en lo más importante. La celebridad se constituye en el imperativo fun­da­mental. El arte de hacerse notar resulta más importante que la dis­cre­ta coherencia política.

Tampoco el relevo generacional constituye un cambio de ideas y estilos; en ocasiones, el sucesor es una versión más bisoña de lo mis­mo, con menos experiencia y, por tanto, más pro­pensión a la arro­gancia.

Siendo imprescindible en muchas ocasiones la renovación de personas, ni todos los problemas políticos están causados por la perduración de las perso­nas en los cargos ni todas las soluciones deben esperarse de que se vayan.

Parece haber una vieja enemistad entre mandar y aprender, una incompatibilidad que Karl Deutsch (1963) sintetizaba muy bien al afirmar que el poder tiene el privilegio de no necesitar aprender. Quien manda, enseña y ordena, pero no aprende, algo que no necesita pero que tal vez tampoco pueda. De ahí la cercanía del poder al autoritarismo y la ceguera.

gobernar es algo que está al alcance de cualquiera, lo difícil es hacer oposición. Es ahí donde uno se hace verosímil como gobernante. En el fondo, los electores pensamos que puede lo menos quien ha hecho lo más, es decir, premiamos con el gobierno a quien ha hecho bien la tarea de la oposición.

La diferencia radicaría, a mi juicio, en que la izquierda, en la medida en que espera mucho de la política, también tiene un mayor potencial de decepción. Por eso el vicio de la izquierda es la melancolía, mientras que el de la derecha es el cinismo.

En principio queremos que las élites sean sensibles a los verdaderos intereses y preocupaciones de la ciudadanía, pero también desearíamos que estos intereses y preocupaciones estén bien informados, pensados y ponderados

Los políticos oportunistas no buscan tanto convencer como adaptar sus declaraciones a las preferencias de los electores. Podría objetarse que no hay nada de malo en ello e incluso que es lo más democrático, pero el problema es que si tal oportunismo satisface lo que la gente desea, es incapaz de orientar las mejores decisiones políticas y adoptarlas con coherencia.