Me pregunta si aún
pienso que sus manos son tan rasposas como la corteza de los árboles. Sin dejar su sonrisa, me dice:
—Pero usted también es un árbol muy valioso para mí. Sus ramas protegen, sus hojas curan, su sombra es provechosa. Le agradezco su fuerza para seguir aquí, conmigo, con sus raíces firmes, sin abandonar a ninguno de los que somos suyos.