En épocas anteriores había diferentes maneras de hablar sobre los hombres. Podríamos habernos referido a un hombre de familia, a un hombre elegante, a un mujeriego, a un sinvergüenza, a un granuja, a un hombre de mundo, a un hombre de su tiempo, a un hombre de ayer, a un hombre de palabra. Hoy suelen faltarnos estos principios de discriminación o discernimiento, alentados a pensar que todos los hombres están cortados por el mismo patrón, funcionando en un permanente estado de vigilancia, estremecidos ante el más mero indicio de una supuesta “toxicidad” masculina.