rro, y la súplica suena áspera en mi garganta. Desesperada.
–Lo sé.
Sus palabras caen pesadas en la habitación, y el silencio se propaga como una onda.
Las sombras, proyectadas por la luz de las llamas de la gran chimenea de piedra, parpadean como un acto reflejo, aunque él no se inmuta.