Monstrua. Antología de diez escritoras mexicanas

Esto, este debilitamiento progresivo, es lo que ella quiere. Hacerse cada vez más pequeña, como si estuviera sufriendo un proceso de encogimiento. Me dice que tiene frío, hambre, sueño y, en algún momento, nuestros papeles parecen invertirse. No sé quién es la madre y quién la hija.

Es normal ahora. Cuando la abuela estaba viva, la gente todavía se hacía vieja.

Nunca se me ocurrió supervisarla. Eso es algo que piensan los padres, no los hijos.

Esta es la carta de amor que nunca encontrará sus remitentes porque insisten en seguir desapareciendo cada día. Esta es la carta que mi bisa­buela nunca pudo escribir por analfabeta. La que nunca podrán leer muchas otras por muertas. Esto no es un simulacro.

No sé lo que soy, pero sé lo que no quiero ser.
Sé que no hay metáforas para el dolor.

Mi cuerpo tiene tantas fronteras que se anulan entre sí que no sé qué cosa pertenece a dónde ni de dónde vienen. Mi cuerpo es como mi hogar (el del hampa), el único lugar al que creo que pertenezco y que a la vez es eso de lo que deseo huir para siempre. No regresar.

Quizá la tristeza nunca se irá, pero al menos entendí que el duelo no es la ausencia de alegría.

Quiero decir, sí; yo también escribo con el refrigerador vacío y el estómago lleno de mariposas. Quiero decir, hay cosas más importantes en la vida que ser delgada, bonita o limpia, o estar cuerda o sana o ser amable y exitosa. Hay cosas que se sienten mejor que la fama y el reconocimiento. Quiero decir: tengo un deber más alto que la hermosura.

No me interesa la belleza pero sí la sencillez que compone las cosas.

Ya no me ofenden. He sido motivo de la sospecha y del odio, sí. Naca, prieta, puta y machorra. Torta. Perra. Sí. Estoy cansada de tener que escribir mis heridas, sacar a mi animal del fango en el que vive para exhibirlo como criatura del circo, lucir mi trauma producto de este mundo como perlas de una soga al cuello para obtener méritos, simpatía; para que crean que la belleza no se hace sino en los lastres del mundo. Y a la vez, vivo para traducir a este lenguaje ajeno en el que no quepo todos sus llantos, los rugidos a media noche invocando unos dioses ya extintos y muy anteriores a las palabras.