Quinientos años después, y en verdad no demasiado pronto, reconoce el concilio Vaticano II la libertad de fe y religión. En una declaración especial elogia las grandes religiones y en la Constitución sobre la Iglesia proclama que todos los hombres de buena voluntad, o sea, también los judíos, los musulmanes, los miembros de otras religiones y hasta los ateos («los que sin culpa por su parte no han llegado todavía a un claro conocimiento de Dios»), al menos en principio, «pueden conseguir la salvación eterna»14. Antes sólo podían alcanzar la salvación los cristianos bautizados y practicantes. Después, a algunos no cristianos en particular se les daba individualmente una oportunidad de salvación. Ahora, al parecer, todas las religiones como tales pueden ser camino de salvación.