árabe, ante una música compuesta de notas de cañas y flautas, ante un lamento de kanoun, un canto de muezzin o de almea, un cuento subido de color, un poema de aliteraciones en cascadas, un perfume sutil de jazmín, una danza de flor movida por la brisa, un vuelo de pájaro o la desnudez de ámbar y perla de una abultada cortesana de formas ondulosas y ojos de estrella, responde en sordina o a toda voz con un ¡ah! ¡ah!… largo, sabiamente modulado, extático, arquitectónico.
Y esto se debe a que el árabe no es más que un instintivo; pero afinado, exquisito.
Ama la línea pura y la adivina con su imaginación cuando es irreal.
Pero es parco en palabras y sueña… sueña. Y ahora, amigos míos…
Yo os prometo, sin miedo de mentir, que el telón va a levantarse sobre la más asombrosa, la más complicada y la más espléndida visión que haya alumbrado jamás sobre la nieve del papel el frágil útil del cuentista.