Por fin, la diosa y la futura novia salieron del pasillo. Toda la humedad de mi boca se evaporó. Una corriente de electricidad me recorrió el cuero cabelludo de un poro a otro.
El vestido de seda blanco de Alex estaba lleno de bordados de oro brillantes, de las borlas de las mangas a las espirales del dobladillo que le rozaba los pies. Un collar de arcos dorados descansaba en la base de su cuello como un arcoíris invertido. Sujeto con alfileres a sus rizos morenos y verdes, llevaba un velo blanco recogido para dejar visible su cara: sus ojos bicolores bordeados de delicado rímel y sus labios pintados de un cálido tono rojo.
—Hermana, estás increíble —dijo Sam.
Me alegré de que ella lo dijera. A mí se me había trabado la lengua como un saco de dormir de titanio.
Alex me miró con el ceño fruncido.
—¿Podrías dejar de mirarme como si fuera a matarte, Magnus?
—Yo no…
—Porque como no pares, te mataré de verdad.
—Vale.
Era difícil mirar a otra parte, pero lo intenté.
Sif tenía un brillo de suficiencia en los ojos.
—A juzgar por la reacción de nuestro sujeto de prueba masculino, creo que mi trabajo ha terminado. Salvo un detalle…