controlándose.
—Me estás colmando la paciencia, Uziel.
Agaché la cara. Pero yo tenía razón en ironizar. Ese sitio no era más que un sótano húmedo, oscuro y frío, que otrora fungió como bodega de alimentos y fue desechado por la nueva administración de la penitenciaría cuando comprobaron que las bacterias provocadas por heces de ratas eran difíciles de erradicar. Claro está que, antes de iniciar el susodicho programa, los participantes fuimos amablemente convocados para limpiar el bodegón a fondo. Aunque los roedores se escondieron, a los pocos días volvieron a asomar sus narices por las coladeras y terminaron saliendo en grupos para rehabilitarse con nosotros.
—A ver —dijo León escribiendo tres preguntas en la pizarra—; quiero escucharlos. ¿Quién comienza?
Levanté la vista. El hombre tenía caligrafía atropellada, apenas descifrable. Leí:
1. ¿Cuáles eran tus sueños de juventud?
2. ¿Cuáles eran tus aptitudes?
3. ¿Por qué no planeaste bien tu vida?
Los cuestionamientos aludían al pasado. Eran parte de un ejercicio cruel. Lo que pudimos hacer y no hicimos.
—Reconocer el potencial que tenían antes de llegar a esta prisión es el primer paso para reencontrarlo. ¿Quién empieza? ¿Uziel?
—¡Pero qué terquedad!
—¿Por qué te niegas a participar?
La mayoría de los presos teníamos baja estima y pésima capacidad de respuesta ante la presión. O huíamos o agredíamos. Yo era de los primeros, pero también resultaba hábil para pelear si me provocaban. Estaba, como muchos, profundamente lastimado.
—No me niego —dije al fin—, sólo que odio este maldito lugar de porquería. No pertenezco aquí —comencé a recibir abucheos—. Tampoco necesito un estúpido curso.
—¡Demuéstralo!
—¿Cómo? He aprendido que lo que diga puede ser tomado en mi contra.
—Aquí no pasará eso. Si pones de tu parte, podrás rehabilitarte.
La palabra volvió a martillarme el cerebro.
—¡Maldición! Entiende, Leoncito. ¡Yo no necesito rehabilitarme!
Se elevó un alboroto de reniegos.
«¡Tampoco nosotros!» «¡Cabrones, sabelotodos!» «¡Somos víctimas, también!» «¡Ni siquiera nos tratan como personas!» «¡Nos creen animales!» «¡No cabemos en esta pocilga!»
Las voces subieron de tono. El mentor trató de calmarnos. Cuando la barbulla fue insostenible, pidió ayuda. Cuatro guardias de seguridad se aproximaron. Uno de ellos hizo chocar su tolete contra las sillas. Los otros tres lo imitaron.