espués empecé a pensar que yo también podía morirme y trataba de ver cómo sería, pero no podía. Como no podía imaginarme a mí misma muriendo, me imaginaba a una perra que arrastraba una de sus patas. Un tumor en la columna la iba enfermando, y yo trataba de ver al animal marchando con su pata caída por la ruta, por el barrio, por la puerta de mi casa, de ver esa pata que se le lastimaba cada vez más contra el suelo. El tumor crecía como le crecen las tetas a las pibas. La perra, cada vez más flaca, ya ni siquiera tenía ganas de comer ni de moverse. Yo me la imaginaba agonizando apoyada en la reja de nuestro terreno y en su carne me veía morir.