Conectados, sí, pero nos sentimos solos. La misma tecnología que nos da libertad también es una correa, y cuanto más atados estamos, más nos preguntamos quién manda realmente. El resultado es una tensión paralizante: nos encantan los teléfonos, pero a menudo odiamos cómo nos hacen sentir. Y parece que nadie sepa qué debemos hacer al respecto.