Un día vio que unos paisanos estaban arrancando ortigas. Miró aquel montón de plantas desraizadas y secas, y les dijo:
–Están muertas. Sería muy bueno saber utilizarlas. Cuando la ortiga es joven, la hoja es una excelente verdura; cuando envejece, tiene unos filamentos y unas fibras como las del lino y el cáñamo. La tela de ortiga es tan buena como la de cáñamo. Picada, la ortiga va muy bien con aves; molida, es muy buena para los animales con cuernos. El grano de la ortiga mezclado con el forraje da brillo a la piel de los animales; la raíz, mezclada con sal, produce un bello color amarillo. Por lo demás, es un heno excelente que se puede cortar dos veces. ¿Y qué necesita la ortiga? Poca tierra, ningún cuidado, ningún cultivo. Lo único es que el grano cae a medida que va madurando y su recolección es difícil. Eso es todo. Con un poco de trabajo que se tomara, la ortiga sería útil; se la desprecia, se la considera perjudicial. Entonces la matamos. ¿Cuántos hombres se parecen a la ortiga?
Después de un silencio añadió:
–Amigos míos, no olvidéis esto: no hay ni malas hierbas ni malos hombres. Sólo hay malos labradores.