Pienso en todas las cosas que ha hecho Shin por mí: me ha salvado del señor Grulla, me ha llevado hasta el Dios del Mar, recuperó el barquito de papel. Cree que no tiene alma, pero a mí me parece que sí.
Me llevo la mano a la cintura, desato la bolsita de seda y la inclino hasta que el objeto que hay en su interior rueda hasta la palma de mi mano. Shin se gira, atraído por mis movimientos.
—Mira, Shin —digo con una sonrisa—. He encontrado tu alma.
Levanto la mano. En el centro de la palma está la piedrecita con el grabado de la flor de loto.
Shin no dice nada durante unos minutos y me pregunto si le he ofendido, pero al poco extiende la mano y pasa los dedos por la piedra y por mi palma.
—Puede que no sea tan grande como una montaña o tan brillante como la luna —explico cuando levanta la mirada hacia mí, con una expresión desgarradora y vulnerable en la oscura profundidad de sus ojos—, pero es igual de preciosa que ellas porque es tu alma. Es fuerte, resiliente y firme. Y terca. —Él se ríe ligeramente—. Y vale la pena, igual que tú.
A Shin se le corta la respiración.
El corazón empieza a latirme dolorosamente en el pecho.
—¿Y bien? —pregunto, y levanto la mano—. ¿La aceptas?
Sin embargo, en vez de cogerla, desliza su mano sobre la mía y la piedrecita queda entre nuestras palmas, que la sostienen con fuerza.
—Si la acepto —contesta—, ya no la soltaré jamás.