Permite cierta soberanía agrietada, una soberanía que alivia la carga de tener que estar siempre en guardia, de tener que ser siempre absolutamente explícito acerca de lo que uno desea, o incluso tener que saber si uno desea algo, por no hablar de qué es exactamente. Permite el placer de no saber, una sinceridad no instrumentalizada hacia la experiencia y hacia los demás. «El deseo emergente», algunos podrían llamarlo: exactamente lo contrario de salir por la ciudad con una tarjeta de puntuación. Esta sinceridad puede incluso tener una especie de magia: la magia de atraer en lugar de tener un objetivo.