Entre los nuevos camaradas que compartían con Hans el aposento Helade, había cuatro cabezas que demostraban decisión y carácter, mientras las demás no pasaban de ser, en mayor o menor grado, las del tipo común. A las primeras pertenecía Otto Hartner, hijo de un profesor de Stuttgart, talentoso, silencioso y muy reconcentrado en sus propias cosas. Había crecido muy corpulento, iba bien vestido e imponía por su pisar fuerte y decidido.
Karl Hamel era hijo de un rico juez de aldea del Elba. Para conocerle se necesitaba algún tiempo, pues estaba lleno de contradicciones y repelía su sosiego inalterable ante todas las cosas. Pero luego se echaba de ver que era también apasionado, vivaracho y enérgico. Sin embargo, estas fases duraban poco y no necesitaba mucho tiempo para volver a su anterior flema, de tal modo, que no se sabía si tomarle por un contemplativo reposado o un marrullero redomado.
Otro fenómeno extravagante, aunque no tan complicado, era Hermán Heilner, un aldeano de la Selva Negra, procedente de buena familia. Desde el primer día se adivinaba que era un poeta y un espíritu selecto, y corría la voz de que había compuesto en hexámetros la composición del examen