Imaginad a dos hombres que se juegan sus propias vidas a las cartas. ¿Quién no ha oído una historia semejante? La carta más alta. Para un jugador así el universo entero no ha hecho más que arrastrarse hacia ese instante en que sabrá si va a morir a manos del otro o este a las de él. ¿Qué mejor ratificación podría existir de la valía de un hombre? Este realce del juego a su estado supremo no admite discusión alguna respecto de la idea de destino. La elección de un hombre sobre otro es una preferencia absoluta e irrevocable y es bien tonto quien crea que una decisión de ese calibre carece de autoridad o de significado. En los juegos donde lo que se apuesta es la aniquilación del vencido las decisiones están muy claras. El hombre que tiene en su mano tal disposición de naipes queda por ello mismo excluido de la existencia. Esta y no otra es la naturaleza de la guerra, cuya apuesta es a un tiempo el juego y la supremacía y la justificación. Vista así, la guerra es la forma más pura de adivinación. Es poner a prueba la voluntad de uno y la voluntad de otro dentro de esa voluntad más amplia que, por el hecho de vincularlos a ambos, se ve obligada a elegir. La guerra es el juego definitivo porque a la postre la guerra es un forzar la unidad de la existencia. La guerra es Dios.