En Llamas

Peeta me abraza en su regazo, me tranquiliza, me mece con dulzura.

Le compro el licor blanco porque hace unas semanas se quedó sin botellas y no había ninguna a la venta, así que tuvo el síndrome de abstinencia, y se pasaba todo el tiempo temblando y gritándoles improperios a seres que solo él veía. Asustó mucho a Prim y, la verdad, para mí tampoco fue muy divertido verlo de aquella manera. Desde entonces me he dedicado a reunir mi propia reserva de alcohol, por si vuelve a haber escasez.

—No te preocupes, te veré a medianoche.

Un lugar donde el hijo de Peeta esté a salvo.

Empiezo a dormirme e intento imaginarme ese mundo, en algún momento del futuro, sin juegos, ni Capitolio.

Me doy cuenta de que solo una persona quedará herida sin remedio si Peeta muere: yo.

—Tu familia te necesita, Katniss —dice Peeta.

Porque no quiero que olvides lo distintas que son nuestras circunstancias. Si mueres y yo vivo, no quedará nada para mí en el Distrito 12. Tú lo eres todo para mí —me dice—. Nunca volvería a ser feliz.

—No pasa nada, son sus hormonas —interviene Finnick—. Por el bebé.

—Cuidado —dice, débil—. Ahí arriba hay un campo de fuerza. —