quería que alguien se enamorara de lo peculiar de ella, de que hablara mucho, de que contara chistes y no tuviera vergüenza de hacer un karaoke en medio de una plaza. Alguien que gustara de sus libros, de ir a cortar manzanas, de oírla monologar sobre la Segunda Guerra Mundial. No lo había encontrado, la verdad, y tampoco tenía prisa. Eventualmente llegaría, porque tal y como Jane Eyre se había enamorado de alguien por la amabilidad de sus ojos, y Elizabeth Bennet de un hombre con un sentido de honor tan fuerte, ella llegaría a enamorarse, justo como Alice del señor King, del mismo modo en que se amaron sus abuelos y así como sus protagonistas lo hacían.