La ternera

Su corazón debe pesar como un ancla. Se encoge por desolación. Para eso no hay pastillas.

Papá la viste para taparla, para que no entre en ella ni una pena, ni un frío, ni un insulto, con las ganas de que sea un caparazón.

Para leer, primero hay que escuchar los amores de las palabras, dejarlas entrar en los oídos, respirarlas y reposarlas en alguna parte del corazón, con el ritmo del alma. Par cœur.

Cuarenta años más tarde lleva siempre algún libro en el bolso. Como una estampa, como un santo. Por si acaso.

Risa y tortura a veces se anudan. Tal es el espanto

A veces un hombre de las vacas mete su mano enguantada en la enorme vagina de la vaca sin ni siquiera avisarla, para inseminarla. La vaca no sabe qué es inseminar. Por eso se deja. Parpadea. Como la rana, como ella en el baño. Es lo natural. No puede girar la cabeza porque la tiene sujeta para que coma. La hierba segada y la boca de la vaca se entienden bien, no paran nunca.

El carnicero también tiene una madre. Aún está en edad de vivir con ella. Esta sí que no ve, no quiere. Menuda gallina ciega. Los ojos vueltos hacia dentro no tienen que mirar lo que no se quiere.

Prueba a contar el secreto, a despegar los labios, parece decirle: no hay voz ni palabra para ello.

así, sentada, le llegasen los pies al suelo, cree tontamente que podría correr, ignorando que el cazador ha atado sus sesos a los suyos para toda la vida, como cordones de zapatos.

¿Qué sonido te envuelve los oídos que no oyes cerrarse esa puerta?

No me leas más poemas, madre.

Nos ensordecen.

Escucha: él siempre me anda buscando.

Si no reaccionas, no vas a poder rescatarme ya.

De momento solo respira porque no puede dejar de hacerlo; hace un esfuerzo infinito para que no duela.