En cuanto llegábamos a casa, volvíamos sin darnos cuenta a la lengua original, que no nos obligaba a pensar cada palabra, solo en qué decir o qué no decir, la que nos salía del cuerpo, que iba con el par de bofetadas, el olor a lejía de la bata, la patata cocida durante todo el invierno, los ruidos de pis en el orinal y los ronquidos de los padres.