Un trato con el rey de los elfos

—Esto es justicia. Mi justicia.

Aparto los ojos y entierro la cara en el pecho de Eldas cuando un horrible sonido crujiente y desgarrador llena mis oídos. Tal vez haya gritado. El brazo de Eldas se aprieta aún más a mi alrededor y el mundo se oscurece mientras me lleva con él a través del Vano.

El rostro del Rey de los Elfos, etéreo, apuesto, joven, duro como un diamante, es tan bello como aterrador. Es como una flor venenosa: deslumbrante y letal.

Bueno, soy un rey, debo saber discernir con mi aprobación. —Recoloca su abrigo, alisa unas arrugas invisibles. Es un movimiento que empiezo a asociar con incertidumbre. Casi lo encuentro adorable. Una sonrisa cansada tironea de mis labios.

—¿Incluso con tu mujer?

—Sobre todo con mi mujer. —Me mira a los ojos—. Porque nadie tiene más responsabilidad o poder que ella. Mi discernimiento es máximo con aquellos que son más capaces.

Eldas llega a mi lado en un abrir y cerrar de ojos. Pasa un brazo por detrás de mi espalda, se inclina hacia delante y pone el otro por debajo de mis rodillas. Se me hunde el estómago en la pelvis cuando me levanta en volandas.

Luella, eres un faro de luz en un mundo que está muy cerca de la tierra de la muerte.

Rey Eldas. Te veré en una hora. Y empezaremos de inmediato.

Algunas personas no pueden ocultarse nunca; están destinadas a ser vistas.

El rey echa la cabeza hacia atrás y se ríe a carcajadas. Sería un sonido precioso si no hubiera brotado a mis expensas.

El rey me ofrece la mano y yo la tomo. Su piel es suave y fría al tacto; su agarre, inesperadamente tierno.

Nuestro trabajo es lo que hacemos, no quiénes somos.