Madre mía, era preciosa.
Ya me había dado cuenta antes, por supuesto, porque llamaba mucho la atención, pero ahora, al verla tan de cerca que podía contar las pecas en su rostro (once, por cierto), flipé con lo increíble que era.
Tenía unos enormes ojos azules, redondos y jodidamente preciosos, salpicados de pequeñas motas amarillas y bordeados por largas y espesas pestañas.
Ni siquiera estaba seguro de haber visto ese tono de azul jamás. Desde luego, no me venía a la memoria.
Sin duda alguna, tenía el par de ojos más increíbles que había visto en mi vida.