Cuando ya estaban bajando el ataúd a la fosa y no parecía existir cosa más cruel que la vida misma, Jamila se tambaleó –como si una pierna le hubiese fallado–, se desvaneció y casi fue a estrellarse contra el féretro que ya desaparecía de nuestra vista. Changez, que no había quitado los ojos de encima a su esposa en todo el día, acudió inmediatamente a su lado y, con los pies hundidos en el barro hasta los tobillos, pudo estrecharla por fin entre sus brazos, cuerpo contra cuerpo, con expresión extasiada y, un poco más abajo –me pareció advertir–, una erección. «Bastante fuera de lugar en un entierro –pensé–, especialmente cuando se es el asesino del difunto.»