Los votantes-consumidores indecisos no estaban preocupados por los grandes temas de la agenda política, sino por nimiedades que dieron lugar a las promesas electorales de lo diminuto. Si Clinton tenía que prometer implantar un chip en las televisiones para evitar que los hijos de la clase media vieran porno, lo prometía; si Clinton tenía que prometer instalar un teléfono móvil en cada autobús escolar para lo que los hijos de la clase media viajaran presuntamente seguros, lo prometía. El problema era que nadie parecía darse cuenta que esos deseos, esas aspiraciones e incluso esos temores de aquellos votantes indecisos no eran precisamente suyos.