Suspendida sobre la última cornisa del mundo, a un paso del fin del mar, la posada Almayer dejaba que la oscuridad, una noche más, enmudeciera poco a poco los colores de sus muros, y de la tierra toda y del océano entero. Parecía –allí, tan solitaria– como olvidada. Casi como si una procesión de posadas, de todo tipo, hubiera pasado un día por allí, bordeando el mar, y de entre todas se hubiera separado una, por cansancio, y, dejando que pasaran a su lado las compañeras de viaje, hubiera decidido pararse sobre aquel barrunto de colina, rindiéndose a su propia debilidad, reclinando la cabeza y esperando el final. Así era la posada Almayer. Tenía esa belleza de la que sólo los vencidos son capaces