Lol Tolhurst

Superar dificultades era algo que se le daba muy bien a Robert; lo ha estado practicando toda la vida.

Noche a noche, actuación tras actuación, cada día más gente venía a nuestros conciertos. En la noche de nuestra última actuación en el Marquee, salí a fumar un cigarro aprovechando la calma que había entre las pruebas de sonido y la apertura de puertas. El sol se ocultaba tras unas gigantes nubes grises y la típica llovizna londinense atenuaba las luces de las calles de los carteles de neón que ofrecían «Servicios de compañía». Al lado de la entrada había una cubierta de cristal con un póster que anunciaba los grupos que estaban por venir. Nuestra actuación de esa noche era la única que tenía una estampa con «todo vendido» a su lado. Big John, el encargado de seguridad del club, había puesto un cartel en la puerta del local que decía en letras negras: «No se admite a nadie más». Miré el cartel sorprendido. En pocas semanas habíamos pasado de ser unos perfectos desconocidos que tocaban en salas medio vacías a esto —significara lo que significara—. Lo habíamos logrado, empezábamos a ser conocidos en Londres. Mi ensoñación fue interrumpida por los comentarios de un par de personas que cruzaban la calle.

—¿No se admite a nadie más para ver a The Cure? ¿De verdad? —decían llenos de incredulidad.

—Así es, chicos, como lo veis —les contestó Big John mientras ellos pasaban—. Está todo vendido.

Siguieron su camino tan perplejos como yo por el giro que estaban tomando los acontecimientos. Volví a entrar al club con una sonrisa de oreja a oreja, con ganas de contarle la anécdota a Robert cuando termináramos el concierto mientras recogíamos los instrumentos en la sala vacía. Podía imaginarnos atiborrándonos de curry frío y de cervezas a temperatura ambiente en el camerino con Robert riéndose, preparándonos para conquistar el resto de Inglaterra, de Europa, del mundo. Era la típica anécdota que le encantaría porque la gente siempre nos subestimaba, especialmente a él. «Así es, chicos, cómo lo veis», imaginaba que repetía con una sonrisa malvada, escondido detrás del vaso de cerveza. «Todo vendido por una banda de locos de Crawley…».

Robert, a su vez, era punk en actitud, pero en apariencia era diferente, tal como percibió esa misma noche el periodista Mike Nicholls, que nos bautizó como los «Pink Floyd de la nueva era».

Para Robert, hacer la gira con Michael no era fácil. Podían tener una conversación normal, intercambiar opiniones, pero en el fondo no eran amigos, no de la manera en que Robert y yo lo éramos. Cuando yo no estaba para destensar un poco las cosas, no charlaban demasiado y a la larga eso se fue convirtiendo en un problema para los dos y en un dolor de cabeza para mí.

Robert y yo siempre nos reíamos o nos animábamos, nos molestaban las mismas cosas, pero Michael no era así; él era mucho más reservado.

Para Robert siempre ha sido difícil reconciliar la parte descaradamente comercial de la música con la artística. Por una parte, sabía instintivamente que The Cure tenía un valor. Era muy protector y no quería que nadie se aprovechara de nosotros. Pero, por otra parte, no quería hacer cosas sólo por motivos comerciales, esa no era la fuerza que lo impulsaba. Robert era (y todavía lo es) un artista que quiere experimentar la vida y vivirla plenamente. El dinero y la fama no son sus objetivos. Y a menudo nos aliviaba de la presión que podía cernirse sobre nosotros por parte de las compañías musicales y el éxito comercial al hacer cambios bruscos. Para mí eso es la genialidad de Robert: es capaz de vivir a su manera y a la vez de sacarle beneficio a ello.

Cuando éramos jóvenes, siempre decía que no quería tener un trabajo que lo obligara a levantarse cada mañana y tener que trabajar para otra persona. Estaba decidido y aspiraba a algo diferente. No es que no quisiera trabajar, es que no le veía el sentido a hacer algo que no le gustara para que se beneficiara una tercera persona. Todavía es así, pero también es alguien que trabaja duro en lo que cree.

Robert, mi amigo de la infancia, mi compañero de adolescencia y ahora en la época adulta, mi protector, había impartido justicia punk y había salido en mi defensa. Una vez más.

En Seventeen Seconds combinamos elementos musicales que nos gustaban y les dimos nuestra propia identidad. Tanto a Robert como a mí nos encantaba el álbum Low, de David Bowie, y Robert era también un gran fan de la música de Nick Drake. Escuchándolo ahora, años más tarde, puedo percibir sus influencias en Seventeen Seconds, pero lo que destaca de este álbum es el genio musical de Robert que aparecía por primera vez.

Ahora, para mí, es evidente que una de las cosas que obtuve con The Cure fue el alivio emocional y la comprensión de mi situación espiritual en cada instante. Las letras siempre me han interpelado, ayudándome y sanándome. Era nuestro diario. Las cosas que escribíamos en ellas eran muy personales, pero aplicables a todo el mundo, lo que —a mi parecer— hacen que sean casi sagradas. Personalmente sagradas, si lo prefieren.

el objetivo real de The Cure —si es que tenía alguno—: servir como atenuante para una terapia emocional creada con nuestro sonido y nuestra furia.