Nuestra indumentaria punk había evolucionado un poco. Robert seguía vistiendo su gabardina gris y las enormes creepers azules, su peinado parecía el de Tom Verlaine con un flequillo de trapo. Yo había cambiado el look «me-gustaría-ser-afro» y vestía una camisa blanca estampada con cañerías y una finísima corbata negra, y Michael llevaba una camiseta rota, unos pantalones de mezclilla y unos Converse. El efecto global era algo a medio camino del rock más clásico y la nueva ola; es decir: totalmente antipunk. Nuestra apariencia y nuestra música mutaban a la vez.
Todo esto no encajaba demasiado bien con los skins, y cuando vieron que empezábamos el concierto con «Boys Don’t Cry» la situación se puso tensa. Nos empezamos a preparar para lo peor a medida que veíamos cómo sus caras pasaban de la confusión a la ira y de la ira al odio. Ha llegado la hora de la ultraviolencia, pensé. Nada nuevo, por otra parte. A pesar de nuestra apariencia, no nos dejábamos amedrentar por las peleas y Robert era la primera fuerza de choque. Siempre salíamos a defenderlo. Y con esto no quiero decir que Robert no pudiera defenderse solo. Hay una parte de Robert que parece que siempre esté en las nubes. Pero Robert no es de Fantasilandia, es de Crawley y, si lo provocabas, él no se amedrentaba. Y si venías a molestar a Michael o a mí, él siempre aparecía.
Los skins estaban a punto de lanzarse al ataque cuando, de repente, los frenó otro skinhead que iba sin camisa mostrando un tatuaje inmenso de un águila en su pecho sudoroso. Se acercó al escenario, siguiendo el ritmo de la música a base de palmas y sonriendo de oreja a oreja. ¿Qué diablos? ¡Le gustábamos!
Sus amigos quedaron un poco confundidos por este comportamiento. ¿Su líder —el más corpulento y el más intimidante de todos los skins presentes— disfrutaba con una banda de tarados de Crawley? ¿De verdad?
Sí, resultó ser así y su entusiasmo se contagió. De golpe todos los skinheads estaban bailando «Boys Don’t Cry». Robert se volteó hacia mí y vi su sonrisa tranquila. Yo suspiré, aliviado, y con la tensión del momento sentí que me drogaba un poco. Habíamos ganado la primera batalla y no presentábamos heridas, pero aún quedaba una larga guerra por luchar.