No hemos comenzado a calibrar aún el daño hecho al hombre –como especie, como la que se llama a sí misma sapiens– infligido por estos sucesos desde 1914. No comenzamos siquiera a comprender la coexistencia en el espacio y en el tiempo, acentuada por la inmediatez de la presentación gráfica o verbal en los medios de masas globales, de la superabundancia occidentales con el hambre, la miseria, con la mortalidad infantil que ahora se abate sobre tres quintas partes de la humanidad. Hay una dinámica obviamente lunática en nuestro derroche de lo que queda de recursos naturales, de la fauna y de la flora; la cara sur del Everest es un vertedero. Cuarenta años después de Auschwitz, los jemeres rojos entierran vivos a unos cien mil inocentes. El resto del mundo, perfectamente enterado de tal suceso, no hace nada. Inmediatamente comienzan a salir de nuestras factorías nuevas armas hacia los campos de la muerte. Repito: la violencia, la opresión, la esclavitud económica y la irracionalidad social han sido endémicas en la historia, sea ésta tribal o metropolitana. Pero, debido a la magnitud de la masacre, este siglo posee el contraste absurdo entre la riqueza disponible y la misère efectiva, junto a la probabilidad de que las armas termonucleares y bacteriológicas puedan acabar totalmente con el hombre y con su entorno, dotando así a la desesperanza de una nueva dimensión. Se ha alcanzado la clara posibilidad de un retroceso en la evolución, de una vuelta sistemática hacia la bestialización. Precisamente esta posibilidad hace que La metamorfosis de Kafka sea la fábula clave de la modernidad, o que, a pesar del pragmatismo anglosajón, ésta haga plausible el famoso dicho de Camus: «La única cuestión filosófica seria es el suicidio».