Cuando el conductor del taxi vio a la chica, creyó que estaba borracha. Otra de esas puñeteras estudiantes, pensó, que se ponen hasta las cejas de sidra barata y vuelven a casa a las tantas, dando bandazos. Debía estar a unos cien metros de él, pero podía distinguir cómo se tambaleaba al caminar. Hasta que el coche no estuvo más cerca, no se dio cuenta de que en realidad estaba cojeando. Uno de los zapatos con tiras que calzaba seguía indemne, pero al otro le faltaba el tacón. Eso le hizo aminorar la marcha. Eso y el lugar en el que estaba, en Marston Ferry
Road, a bastantes kilómetros de cualquier sitio, o tan cerca de cualquier otro sitio como de Oxford. En cualquier caso, cuando puso el intermitente y se detuvo a su lado seguía pensando que estaba borracha.
Hasta que vio su cara