En una casa como la nuestra, una casa sin abuelos porque los padres de nuestros padres habían muerto o estaban lejos, el testimonio de la guerra era un puzle de anécdotas inconexas y para nosotros en gran medida incomprensibles; nos faltaba no sólo el haberlo vivido, sino el haber oído narrar historias diferentes de gentes que recordaban las mismas cosas de distinta manera. La narración era única, la de nuestra madre –nuestro padre nunca hablaba de aquella guerra que sucedió cuando él también era niño, y que apenas experimentó porque vivía en una ciudad que, según decía la gente entonces, había sido muy pronto liberada–