dan un paso y se abrazan, un abrazo demencialmente fuerte, como si se aplastasen el uno en el otro, las cabezas comprimidas como para henderse el cráneo, los hombros triturados bajo la masa del tórax, los brazos doloridos a fuerza de oprimirse, se amalgaman en las bufandas, las chaquetas y los abrigos, la clase de abrazo que uno se da para ser una roca ante el ciclón, para ser una piedra antes de saltar al vacío, una cosa de fin del mundo en cualquier caso, cuando al mismo tiempo, exactamente al mismo tiempo, es también un gesto que los reconecta –sus labios se tocan–, acentúa y elimina su distancia, y cuando se liberan, cuando se desasen por fin, sorprendidos, extenuados, son como náufragos.