Catalina Díaz Puiljá, apenas de veinte años pero ya reseca y agostada, fue entregada por sus padres, desde la niñez, a Pedro. Los primeros tiempos fueron felices. La falta de descendencia fue vista como un hecho natural. Pero después, cuando las compañeras con las que hilaba Catalina, con las que acarreaba el agua y la leña, empezaron a asentar el pie más pesadamente sobre la tierra (porque pisaban por ellas y por el que había de venir), cuando sus ojos se apaciguaron y su vientre se hinchió como una troje repleta, entonces Catalina palpó sus caderas baldías, maldijo la ligereza de su paso y, volviéndose repentinamente para mirar tras de sí, encontró que su paso no había dejado huella. Y se angustió pensando que así pasaría su nombre sobre la memoria de su pueblo. Y desde entonces ya no pudo sosegar.