Unos ojos recién inaugurados

como escribió Faulkner, el pasado ni siquiera ha terminado de pasar.

su conversación ya no me acompaña cada noche

. El humor no requiere ser justo, pero más allá de lo que sí expresa

o como aquella vez en un estacionamiento, cuando el ladrón le exigió que le diera toda la plata o le iba a pegar un tiro y mi abuela, furiosa, le respondió “¡Pegameló!”; en ambas ocasiones los tipos se fueron corriendo. Pero ella no se consideraba valiente, y los ladrones la aterraban.

Varias veces le entraron a robar; generalmente los domingos temprano a la mañana. Tenía un patio muy grande, un parque en realidad, que facilitaba las incursiones bandidas. A veces se daba cuenta recién al regresar a su casa, cuando encontraba todo revuelto; otras veces ella estaba presente. “Mientras rezaba se prendió una luz. ¿Dios? Un ladrón”, me contó una vez después de uno de esos episodios. “Me pusieron una bolsa en la cabeza y me apretaron el cuello. ‘Vimos que cambiaste el auto’, me dijo uno. ‘¿Dónde están los pesos?’. Les dije dónde estaban. ‘¿Dónde están los dólares?’. Les dije dónde estaban. ‘¿Dónde están los euros?’. Les dije que no tenía ni uno solo. Me pegaron hasta con la linterna”.

Me gustaría ser una de esas personas que hablan en voz alta con quienes ya no están, pero me gana la vergüenza.

Pero ella ya no me llama

Para mí es una conversación todavía abierta. Un llamado telefónico que nunca se cuelga, como cuando advertís que el otro se olvidó de colgar como corresponde y, mientras escuchás ruidos de fondo, le seguís hablando a ver si te escucha, porque colgarlo significa no poder volver a llamar. Abuela: te fuiste y dejaste el teléfono descolgado. No voy a colgar el mío, te voy a seguir hablando, aunque sepa que nunca vas a volver a levantar el tubo

Luego llamé a mi familia para contarles: a mi papá, a mi tío, a mi mujer, a mis hermanos. A todos les repetía lo mismo, y en todos era honesto como nunca antes: “Se fue, ya está, ya no sufre más”. Y con cada llamada lloraba un poco menos, pero nunca dejé de llorar.

Me puse a llorar y le dije a la doctora: “No es exactamente tristeza, sé que era lo mejor para ella. Es que la voy a extrañar mucho”. Ahí me quebré, y entonces se abatió una tormenta sobre la ciudad.